La curiosidad
La curiosidad
Francisco Javier Chaín Revuelta
Resulta que el cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente los requerimientos ordinarios de la vida. Un ser humano durante su existencia puede llegar a recibir más de cien millones de datos de información. Precisamente este exceso de capacidad es causa de que a los humanos ataque una enfermedad sumamente dolorosa, el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia, experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede llegar incluso hasta una grave desorganización mental. Por tanto lo que realmente importa es que el ser humano sienta una intensa y dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas censurables, para las cuales reservamos dichos como aquel de que “la curiosidad mató al gato” o incluso “No se meta en lo que no le importa”
La abrumadora fuerza de la curiosidad –motor de la ciencia- que muchas veces lleva el dolor como castigo, ha sido reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos figura la caja de Pandora. La primera mujer había recibido una caja que tenía prohibido abrir. Naturalmente se apresuró abrirla y entonces vio en ella toda clase de espíritus de la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar, asolaron el mundo desde entonces. En otro libro, aquél que reúne escritores de leyendas judías para luego atribuirlo a Dios (idea sin paralelo en la historia de la literatura) en la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras tentadoras. La curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido, incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de la Biblia, podríamos representar a Eva bajo el árbol, con el fruto prohibido en la mano y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero: “Curiosidad”
Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada de forma innoble –la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y peyorativo sentido- sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente humana. En su definición más pura y simple es “El deseo de conocer”
Este deseo de conocer encuentra su primera expresión en respuesta a las necesidades prácticas de la vida humana: Cómo plantar y cultivar mejor las cosechas, cómo fabricar mejores arcos y flechas, cómo tejer mejor el vestido; es decir, las artes aplicadas. Pero ¿Qué ocurre una vez dominadas estas tareas comparativamente limitadas o satisfechas las necesidades prácticas? Inevitablemente el deseo de conocer impulsa a realizar actividades menos limitadas y más complejas.
Parece ser que las bellas artes (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para las bellas artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.
Resulta que el cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente los requerimientos ordinarios de la vida. Un ser humano durante su existencia puede llegar a recibir más de cien millones de datos de información. Precisamente este exceso de capacidad es causa de que a los humanos ataque una enfermedad sumamente dolorosa, el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia, experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede llegar incluso hasta una grave desorganización mental. Por tanto lo que realmente importa es que el ser humano sienta una intensa y dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas censurables, para las cuales reservamos dichos como aquel de que “la curiosidad mató al gato” o incluso “No se meta en lo que no le importa”
La abrumadora fuerza de la curiosidad –motor de la ciencia- que muchas veces lleva el dolor como castigo, ha sido reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos figura la caja de Pandora. La primera mujer había recibido una caja que tenía prohibido abrir. Naturalmente se apresuró abrirla y entonces vio en ella toda clase de espíritus de la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar, asolaron el mundo desde entonces. En otro libro, aquél que reúne escritores de leyendas judías para luego atribuirlo a Dios (idea sin paralelo en la historia de la literatura) en la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras tentadoras. La curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido, incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de la Biblia, podríamos representar a Eva bajo el árbol, con el fruto prohibido en la mano y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero: “Curiosidad”
Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada de forma innoble –la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y peyorativo sentido- sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente humana. En su definición más pura y simple es “El deseo de conocer”
Este deseo de conocer encuentra su primera expresión en respuesta a las necesidades prácticas de la vida humana: Cómo plantar y cultivar mejor las cosechas, cómo fabricar mejores arcos y flechas, cómo tejer mejor el vestido; es decir, las artes aplicadas. Pero ¿Qué ocurre una vez dominadas estas tareas comparativamente limitadas o satisfechas las necesidades prácticas? Inevitablemente el deseo de conocer impulsa a realizar actividades menos limitadas y más complejas.
Parece ser que las bellas artes (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para las bellas artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.
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